Zanzíbar, la isla de las especias

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El ferry que iba a llevarme desde Dar es Salaam, la capital de Tanzania, hasta la isla de Zanzíbar salió puntual, a la hora prevista, algo inusual en este país donde los horarios parecen ser sólo un complemento, un adorno a la realidad del viaje. Hacía un día de perros, llovía a cántaros y el barco iba repleto de gente del lugar que regresaba a la isla además de algunos viajeros con la mochila a cuestas.

El trayecto entre Dar y la Ciudad de Piedra dura un par de horas. Durante todo el recorrido el cielo siguió encapotado, aunque por suerte dejó de llover. Desde la cubierta superior, bajo la luz gris y monótona de la tarde la Ciudad de Piedra, la capital de Zanzíbar, me pareció un lugar alejado de su aureola mítica. Beit el Ajaib -la Casa de los Deseos- resaltaba sobre el resto de los edificios de la capital alineados frente al mar. El barco dejó Beit el Ajaib por estribor y enfiló el muelle portuario, donde después de pasar el correspondiente control de pasaporte busqué un taxi que me condujese a mi hotel al otro lado de la isla.

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Zanzíbar es sobre todo una isla de contrastes y contradicciones. El viajero tiene la impresión de adentrarse en una parte de África en la que el mundo occidental ha intervenido desde hace varios años y cuyo resultado actual es toda una infraestructura que no acaba de encajar en el mapa.

Entendámonos. Zanzíbar no es Ibiza, y, aparentemente este es el problema con el que se encuentran algunos de los turistas que desembarcan de un vuelo procedente de Europa que les deposita en uno de los complejos hoteleros. Y Zanzíbar, a pesar de hoteles y buffets libres no es Ibiza, ni tampoco el Caribe. Zanzíbar es África y la primera premisa es adaptarse a tal circunstancia. No es que el servicio del hotel sea lento, es que África tiene otro ritmo; no es que los insectos sean consecuencia de una falta de higiene; es la particularidad del clima la que proporciona que la naturaleza se manifiesta a su manera. Hecha esta salvedad para quien pretenda encontrar una replica de Ibiza o del Caribe, Zanzíbar es brutal, diferente y hermosa.

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La costa oriental

Tras una larga, animada y normal discusión sobre el precio del viaje el taxi me llevó al otro lado de la isla donde estaba mi hotel. Antes de atravesar los veinte o treinta kilómetros en un par de horas y después de varios controles policiales, el taxista debió recoger un par de formularios. Durante el trayecto pude apreciar el frondoso interior de la isla y los pequeños pueblos siempre con mucha gente. Esta es una constante africana; gente, mucha gente y sobre todo niños, muchos niños y pocos viejos.

En la costa oriental hay varios hoteles para europeos y americanos. Son cómodos y están emplazados en una de las zonas más hermosas de la isla. Cada día la marea sube y baja y el escenario cambia. Entre el sol, las nubes,  los colores del agua, y el sonido del arrecife, Zanzíbar te aprisiona.

Hacia el  norte la costa oriental acaba en una especie de península donde se encuentra el pueblo y la playa de Kae un de lugares todavía virgen y no explotado, con una de las playas más hermosas que he visto nunca.

En el mismo litoral se encuentra Michamwi, justo al lado del hotel Karafuu y más hacia el sur Bwejuu, Pingwe  y Jambiani. Son kilómetros y kilómetros de playa salpicados por poblados de pescadores que todavía viven a otro ritmo. Durante la marea baja las mujeres recogen moluscos y algas.

En Bwejuu me atrajo un pequeño hotel  pulcro con un hermoso jardín frente al mar. Las habitaciones eran agradables, el precio asequible y su dueña Naila una mujer conversadora.

Este o cualquier otro lugar parecido es el sitio adecuado para establecerse durante uno o dos meses, descansar, vagar, leer escribir un libro, meditar. Porque Zanzíbar da que pensar. Hay un enorme contraste entre la mentalidad de la mayoría de turistas y los pescadores del lugar o  la multitud que vive en las afueras de la Ciudad de Piedra. Quizá por eso Zanzíbar da que pensar…porque el viajero no sabe muy bien a que mundo pertenece y a menudo se siente más identificado con lo autóctono.

Regreso a la capital

Dos días después volvía a estar en la capital, está vez el día era algo más generoso.
En la Ciudad de Piedra es fácil rememorar la historia de la isla. Desde muy antiguo Zanzíbar fue un enclave comercial del mundo árabe posteriormente ocupado por los portugueses, aunque su historia sangrienta empezó cuando en 1832 Sayyid Said, sultán de Omán llegó a la isla, se enamoró de ella y de las grandes perspectivas económicas que le iban a proporcionar el cultivo de especias -sobre todo clavo- y el comercio de esclavos, una de las páginas más tristes de la historia de Zanzíbar. Durante la mayor parte del siglo XIX Zanzíbar fue un importante centro de esclavitud. Los esclavos negros apresados en el interior de África, en expediciones que llegaban hasta el lago Tanganika, eran transportados a la isla para luego ser vendidos a los países árabes, explotaciones agrícolas de la misma isla e incluso América. En 1888 Zanzíbar se convirtió en Protectorado Británico. La esclavitud fue abolida en 1897, pero años después la mayoría negra ajustó las cuentas a quienes habías sido sus amos. En 1963 la isla obtuvo la Independencia y acto seguido en el 64 hubo los disturbios que provocaron la venganza de swahilis y hijos de esclavos contra los árabes y familias del sultán que habían dominado la isla. Como consecuencia de esta revuelta Zanzíbar y Tanganika se unieron formando el actual estado de Tanzania.

La esclavitud pertenece al pasado, sin embargo el viajero percibe algo trágico en el aire de Zanzíbar; quizá el aullido de miles de esclavos y esclavos que aquí murieron, víctimas de la barbarie del hombre.

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El centro de la Ciudad de Piedra está delimitado por el triángulo formado por el cabo frente al Índico y la calle Creek Road.
Beit el Ajaib, Beit al Sahel -el Palacio Museo- algunas catedrales y mezquitas y el Viejo Fuerte son algunos de los edificios, aunque parece claro que el destino en la Ciudad de Piedra es vagar por calles y callejuelas, perderse e ir a para una y otra vez frente al mar. Desde playas, casas y hoteles se ven como navegan los faluchos recortadas contra el sol poniente.
Forodhani Gardens, frente a la Casa de los Deseos es quizá la plaza de mayor ambiente, un lugar que va animándose a medida que cae la tarde.
Allí entre brochetas de langostinos, pakoras y toda mezcolanza de olores, un niño jugaba a empujar una cubierta de bicicleta; juguetes sencillos, juguetes antiguos; a su lado un señor vestido en plan safari se empeñaba en filmar una parada de alfombras ante la negativa y el enfado de la mujer swahili que no quería tener nada que ver con aquel individuo surgido del planeta Marte.
No tuve tiempo para visitar mucho más. Zanzíbar es una isla con unas carreteras en malas condiciones, apenas hay vehículos de alquiler y desplazarse en taxi cuesta una fortuna. Es más fácil salir a navegar en una embarcación local, o visitar cualquier poblado. No creo que cambie mucho la fisonomía de un rincón a a otro. De lo que se trata es de conocer a sus gentes; de disfrutar de su amabilidad y comprender su espíritu comerciante, de dejarse llevar un poco por la cordialidad y las ganas de conversar.
Al día siguiente, poco después del mediodía tomaba de nuevo el ferry que me iba a conducir de regreso a Dar es Salaam. De nuevo volvía a ver la isla desde el mar, desde el Índico. Zanzíbar me había conquistado poco a poco, a golpes de mar, de viento, de arena, de silencio.
En esta ocasión, al contrario del primer día, el cielo era azul y brillante; los faluchos se recortaban frente a pequeños islotes mientras la Ciudad de Piedra iba quedando atrás.